viernes, 29 de noviembre de 2013

Liberalismo


Tema: El liberalismo (ideario y corrientes) y la oposición al mismo

El liberalismo es el tránsito del antiguo régimen hacia otra sociedad basada en los principios liberales.
El ideario político contempla derribar la monarquía absoluta e instaurar la monarquía constitucional. Defienden el dogma rousoniano de la soberanía nacional, la división de poderes de Montesquiu y un parlamento elegido por sufragio universal masculino. Se formula el concepto de Nación, depositaria de la soberanía nacional, referida al conjunto de los españoles con igualdad de derechos políticos. El Estado liberal es unitario y centralizado.
El liberalismo configurará una nueva sociedad centrada en el individuo, de quien proclamará sus derechos inalienables, entre ellos la libertad de expresión. Acabará con los privilegios de la nobleza y el clero, instaurará la igualdad legal y suprimirá los señoríos. Supondrá el paso de la sociedad estamental, basada en la función y el privilegio, hacia la sociedad de clases, basada en la plutocracia, en que la burguesía quedará encumbrada.
En economía se impone el principio liberal-burgués de propiedad privada. Quedarán abolidos los bienes vinculados y comunales. Se abogará por el liberalismo económico, la total libertad de cultivos, la supresión de la Mesta, la libertad de comercio e industria, la extinción del régimen gremial, la libertad de contratación de trabajadores (las relaciones entre señor y vasallo se convierten en contratos de particular a particular) y una fiscalidad común.
La reformas religiosas del liberalismo español son ambiguas. Establecen que “la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera” (art. 12 de la Constitución de Cádiz), contradiciendo la tolerancia ilustrada, pero plegándose a la realidad del país. Intentan disminuir y secularizar las órdenes religiosas como primer paso a la desamortización eclesiástica llevada a cabo por los liberales progresistas en 1836, que erosionará el poder económica de la Iglesia. Se suprime el Tribunal de la Inquisición. La política religiosa de los liberales originará una fuerte propaganda antiliberal por parte de la Iglesia, contestada por el anticlericalismo.
Corrientes: En las Cortes de Cádiz (1812) hallamos dos grupos de renovadores; por una parte los ilustrados reformistas (jovellanistas), que deseaban reformar España de acuerdo con la tradición; y por otra los innovadores (liberales), que pretendían adoptar un Nuevo Régimen. Los liberales, aunque eran una minoría, impusieron el proceso reformador gracias a su mayor capacidad intelectual, habilidad e iniciativa. Su extracción social y cultural corresponde a una minoría urbana ilustrada en una España mayoritariamente rural e iletrada.
En el Trienio Liberal (1820-1823) los liberales se escinden en moderados (doceañistas), que eran partidarios de un proceso reformista en colaboración con el Rey, y radicales o exaltados (veinteañistas), que quieren eliminar el absolutismo y llevar la revolución hacia sus últimas consecuencias.
Oposición al Liberalismo: Fernando VII restauró el Absolutismo iniciando El sexenio absolutista (1814-1820). Se deroga la legislación liberal, se lleva a cabo una represión antiliberal y de afrancesados. Estos últimos eran personas que durante la guerra de Independencia colaboraron con el poder francés; eran ilustrados reformadores, respetuosos de la ley y el orden. Muchos de ellos defendieron una nueva vía para resolver los problemas de España.
Esta etapa se caracteriza por las conspiraciones liberales apoyadas por militares (liberales y guerrilleros descontentos) y burgueses. De los varios pronunciamientos (golpes militares contra el poder para introducir reformas políticas), triunfó el pronunciamiento de Riego (1/I/1820) que dará paso al Trienio Liberal, que acabará con la intervención de las potencias europeas de la Santa Alianza (7/IV/1823), iniciándose el segundo período absolutista: La Década ominosa (1823-1833) en la que Fernando VII recuperó plenos poderes, pero sin retornar plenamente al Antiguo Régimen sino entroncando con el despotismo ilustrado de Carlos III. La reacción antiliberal fue menos fuerte que en la primera época, y ello provocó, en el marco de los problemas sucesorios, la división entre los "realistas puros", descontentos de la moderación del régimen y que apoyaron al hermano del Rey, Don Carlos María Isidro, y aquellos que respaldaron a Fernando VII y su apertura moderada.
  El problema sucesorio: proclamación de la Pragmática Sanción (plasmada en las Partidas) que concedía los derechos de la corona a Isabel, único vástago de Fernando, anulando la Ley Sálica borbónica, que daba preeminencia al parentesco masculino, hará que María Cristina, esposa de Fernando VII, se alíe con los liberales para defender los derechos de su hija, instituyéndose un Consejo de Gobierno que habría de asesorarla y que se encargaría de realizar la transición liberal. No se restablecería la Constitución de 1812, pero sí abriría el paso a una nueva constitución, el Estatuto Real de 1834, en que la soberanía es compartida entre las Cortes y el Rey.

Se inició la primera Guerra civil (1833-1840) entre Carlistas (absolutistas) e Isabelinos (liberales).
El carlismo era el símbolo de la oposición a la revolución liberal. Defendían las ideas tradicionales de la Monarquía por derecho divino, la Religión y las formas de vida tradicionales. Su lema era la alianza del “altar y el trono” frente a “igualdad, libertad y fraternidad”. Defendían el sistema foral (gobiernos autonómicos, exenciones fiscales, justicia según las leyes tradicionales y jueces propios, exención del servicio militar) frente a la centralización liberal.
Su apoyo social se hallaba en las zonas rurales. Aunque entre sus defensores también hallamos artesanos proletarizados tras la abolición gremial, pequeña nobleza y al clero. Aunque las insurrecciones carlistas se generalizaron por todo el país, sólo llegaron a cuajar plenamente en el País Vasco, en Navarra, en Cataluña y en la zona del Maestrazgo.
Los liberales obtuvieron la victoria. Isabel reinaría con el apoyo de los liberales mientras éstos llevarían a cabo sus ideas liberales en la legitimidad.
El proceso de institucionalización liberal estuvo marcado por la división política: los liberales moderados, que querían conciliar tradición y revolución. Su base doctrinal era el doctrinarinarismo, basado en la soberanía de los capaces, que justificaba el sufragio censitario. Defendían la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona y la confesionalidad católica del Estado. Eran partidarios de limitar la libertad individual y estaban en contra de la libertad de opinión y de asociación. Promulgaron la constitución de 1845, dirigida a consolidar a una burguesía moderada que buscaba el justo medio entre el radicalismo revolucionario y el conservadurismo del Antiguo Régimen. En esta constitucion se realza la posición de la Corona con el fin de que fuera un instrumento regio moderador, pero en realidad, y como los propios hechos se encargarían de demostrar, vino a favorecer situaciones políticas partidistas, siendo ésta una de las principales causas de las sucesivas crisis de gobierno y, al final, de la degeneración misma del sistema.
Los liberales progresistas, herederos de los exaltados, defendían la soberanía nacional y el predominio de las Cortes sobre la Corona, a la que sólo conceden un papel moderador. Apoyaban la Milicia Nacional, como fuerza garantizadora de sus aspiraciones políticas y la elegibilidad de los Ayuntamientos y Diputaciones frente a la designación directa de los moderados. La constitución de 1837 es la que refleja la ideología progresista e incorpora, por vez primera en nuestra historia constitucional, una declaración sistemática y homogénea de derechos, ente los cuales figuran la libertad personal, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de expresión, las garantías penales y procesales y, por supuesto, las garantías del derecho de propiedad.
Su táctica política era recurrir al pueblo soberano cuando no era posible utilizar los medios legales para alcanzar el poder.
Liberales radicales: los demócratas. Su presencia empieza a destacarse a partir del bienio progresista (1854), cuando se hizo evidente que la diferencia entre moderados y progresistas era más de forma que de fondo. Sus principios fundamentales eran: estricta soberanía nacional, profundización en los derechos del hombre y sufragio universal.
Limitaciones: un sistema político elitista muy poco representativo formado por terratenientes, que aportan su poder económico, y de militares, necesarios para conquistar y sostener el poder. Una Monarquía inclinada sin disimulo a apoyar a los moderados. Unas elecciones manipuladas por el ministro de la Gobernación y por el caciquismo. La falta de un turno pacífico desembocaba en continuos pronunciamientos militares y revueltas populares. El descontento hacia el régimen de Isabel II, sobre todo en los dos últimos gobiernos de Narváez y González Bravo, derivó en un ambiente insurreccional que desencadenó el destronamiento de Isabel II y la desaparición del régimen encarnado en su persona.

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